"NADIE HABIA EN EL ESPEJO DE AGUA". EN LA CASA DE LOS SIETE VIENTOS
De su anterior obra "Justo antes del eclipse" (2010) a "Nadie había en el espejo del agua", la dramaturgia de Adrián Rodríguez, aquí autor y director, ha evolucionado.
Con la ayuda involuntaria de la siempre misteriosa Casa de los Siete Vientos, con su falsa entrada en un entresuelo, totalmente decorada y que luce muebles antiguos, con su verdadero escenario que es un salón en una casa de familia donde no están los muebles pero sí las butacas, un teatro que dirige imperceptiblemente un artista tan transparente y a la vez tan recoleto como Enrique Permuy, Rodríguez logra de entrada méritos de ambientación, luces y sonido. Como en "Justo antes del eclipse" tenemos una historia policial; pero si aquella podía incluirse en la crónica diaria, la historia de "Nadie había en el espejo de agua" logra una dimensión poética y casi metafísica. Hay también un paralelismo oscilante entre dos acciones que pueden haber ocurrido en distintas épocas; pero la duplicación aproximada de las tramas paralelas acrece con la segunda el misterio de la primera. Nada sucede explícitamente en un sueño, pero la obra se despega pronto de la tierra y la vida que describe alcanza la calidad ominosa de las pesadillas.
Es hasta ahora el teatro de Adrián Rodríguez un teatro de los mundos oníricos e individuales. Oníricos en el sentido en que Shakespeare postuló la esencial identidad de la vida con el sueño y la consiguiente, y muy extraña, indiferencia respecto de las cuestiones éticas. Repasando en la memoria los dos episodios, no encontramos en ninguno de los personajes un aspecto social. Hay un entorno, un pueblo excitado y fantasmal como los de Onetti, el más irreal de nuestros narradores, al que se cita en el programa de mano; pero es un pueblo que confina, define y al fin no nos abre las puertas que dan al mundo.
La escritura de "Nadie había en el espejo de agua" demuestra un don poético cierto y es cuidada y pulida, destacable excepción en un teatro local hecho de improvisaciones a medio zurcir; y sin embargo, encontramos algunas reiteraciones y repeticiones que agregan sin sumar. Es evidente que el autor ha intentado, a veces, el aspecto inquietante de apremiante percusión de los salmos, como el comienzo de "Tango varsoviano" de Alberto Félix Alberto donde las palabras "¡Callate, che!" y el tango de Azucena Maizani "Pero yo sé" se oyen doce o quince veces; y dan un clima siempre diferente. No obstante, a veces la reiteración en "Nadie había en el espejo del agua" no acierta con el efecto buscado y aparece como una vía circular que no contribuye al progreso de la acción.
En la dirección, donde arma un mundo en un pañuelo y donde los efectos de luces y sonidos tienen un sentido muy claro de misterio y temor, Adrián Rodríguez triunfa ampliamente sobre la precariedad de los medios de que dispuso. Sombras y luces fueron misteriosas, los personajes nunca dejaron de ser visitados por extrañas visiones y fantasías de las que participamos; hubo ritmo, continuidad, tiempo vivo en el escenario. La actuación tuvo su mejor intérprete en Paola Chalela.